miércoles, 22 de mayo de 2013

Encerrado


Desperté, sin saber dónde estaba, apenas recordando quién era. Lo primero que noté al abrir los ojos fue la pequeña rendija por donde se filtraba una cantidad muy pequeña de luz; después de eso, la más completa oscuridad. Intenté incorporarme, pero un fuerte dolor de espalda me obligó a quedarme en mi posición. Apoyé una mano en el suelo, sorprendiéndome ante su textura terrosa, llena de polvo, como si no hubiese sido limpiado en centurias.
Escuchaba el ruido de la lluvia afuera: lluvia torrencial, al parecer. Iba a tener que limpiar el patio mañana… ¿pero de qué patio hablaba, si sabía que no estaba en mi casa? Lo último que recordaba era caminar por la vereda, yendo al mercado del pueblo, y un ruido chirriante y un golpe y oscuridad.
Algo había pasado, era indudable. Intenté levantarme nuevamente, ahora con mucha más facilidad: el dolor de espalda se había calmado, y ahora solamente era un dolor general, en cada parte del cuerpo, pero casi inexistente de tan leve. Me incorporé en el pequeño espacio que tenía y miré alrededor, tratando de penetrar en la negra neblina que me rodeaba, con pocos resultados.
Con algo de miedo me acerqué a la rendija, que aparentemente coronaba una especie de puerta de metal. Mis ojos se acostumbraban a la penumbra segundo a segundo y ya distinguía algunas formas: al parecer estaba en una especie de depósito, con un par de cajas acomodadas en las paredes y otras tiradas por doquier. Me di vuelta nuevamente (por décima vez, más o menos) y me asomé por el pequeño agujero de la puerta: se veía una especie de pasillo, pobremente iluminado, y enfrente había otra puerta, casi idéntica a la que estaba tocando yo.
Obviamente, la puerta no abría; de hecho, ni siquiera tenía picaporte. Me senté de espaldas a la puerta y, calmando un poco la respiración, intenté otear el lugar en el que me hallaba, sin poder ver nada nuevo, excepto que las cajas estaban en una especie de nichos, como si fuese una…
Como si fuese una cripta.
Quedé paralizado. La ausencia de picaporte, los nichos en las paredes, el polvo… Era inverosímil e improbable, pero todo indicaba que estaba en un panteón. Busqué en los bolsillos de mi pantalón, buscando lo que sea que pudiese ayudarme, pero no, no había absolutamente nada. Quien sea que me haya puesto ahí, me había despojado de todas mis pertenencias, incluyendo la ropa: recién me daba cuenta de que estaba vestido distinto, hasta tenía una corbata en el cuello.
Lo que antes era una vaga sospecha ahora tomaba forma en mi mente, sacudiendo mi imaginación hasta límites peligrosos: me habían secuestrado y me habían metido dentro de una cripta, quién sabe con qué propósitos. Yo no era precisamente rico, y mis problemas con los demás habitantes del pueblo no pasaban de ser algo normal, nada mayor que una disputa por los ladridos de mis perros o algún chisme ocasional, nada que justifique un intento de homicidio (creo). Pero los hechos, los fríos hechos eran los que podía palpar en la oscuridad: me hallaba en un lugar extraño, encerrado, con otra ropa y despojado de lo que llevaba encima.
Empecé a moverme por el suelo, buscando algo útil entre el polvo. Si hubiese sido el protagonista de una película probablemente hubiese encontrado un encendedor o algún clip para abrir la puerta, pero en la vida real las criptas suelen estar vacías, sacando los ataúdes y los mue…
Y los muertos.
Entre la adrenalina de la situación, no me había dado cuenta de lo que significaba estar encerrado en una cripta. Nunca fui supersticioso, pero bueno, estar encerrado con un montón de cadáveres le destruye el pragmatismo a cualquiera. Rápidamente le dirigí un centenar de miradas nerviosas a cada ataúd (o lo que yo suponía eran ataúdes), esperando a que repentinamente alguno se abriera y viera salir una mano putrefacta, mano que me ahorcaría hasta la muerte.
Pasé eternos segundos en mi vigilancia nerviosa, tratando de impedir con el solo poder de la vista que los espíritus abandonaran su prisión de pino. Por suerte para mí, nada pasó, y los muertos estaban muertos.
Las pupilas se me habían dilatado lo suficiente como para observar un par más de detalles de mi entorno, y pude observar que lo que yo pensaba que era una cripta estaba bastante abandonada, exceptuando un camino limpio desde la puerta hasta donde suponía que me había despertado, hecho por mí mismo. Aparentemente me habían acostado dentro de los restos de un ataúd que habían bajado de su correspondiente nicho: el féretro estaba sobre el suelo, bastante desarmado. No pude evitar una pequeña arcada al pensar que quizá había estado acostado en el último lugar de reposo de algún muerto.
Observando más, tuve una sensación de familiaridad con el panteón, como si ya hubiese estado ahí alguna vez… Sí, probablemente había ido a visitar a algún familiar a algún panteón del mismo cementerio, porque prácticamente no me cabía duda de que estaba en el cementerio de mi propio pueblo. Y, bueno, todas las criptas se parecen, más cuando uno se halla adentro, sin luz y con unos nervios capaces de matar a alguien con problemas cardíacos.
Estaba perdiendo el control, definitivamente. Veía sombras, escuchaba lentos chirridos, sentía gritos en la lejanía del cementerio.  Sabía que era cuestión de esperar hasta la mañana, cuando alguien pasara por el pasillo que recorría las criptas y me pudiese escuchar, pero realmente no pude contenerme y grité, grité hasta quedarme afónico. Al principio con cierto reparo, porque a veces uno no quiere hacer ruido para no alertar al monstruo que está debajo de la cama o en el nicho de la cripta donde te encerraron, pero no pude contenerme y grité como nunca grité en toda mi reputísima vida.
Obviamente, nadie me escuchó. Obviamente, seguí encerrado, ahora con un dolor quemante en la laringe. Y seguía con miedo, porque los fantasmas no existen hasta que ves una pequeña sombra en el pasillo y ya te estás encomendando a Jehová, Cristo y el Espíritu Santo para que te salven de una muerte segura, ves que fue un juego de luces y te cagás de risa mientras te fumás un pucho. ¿Estaba desvariando? Probablemente, pero pensar de una manera febril era lo único que me separaba de darme la cabeza contra la pared hasta morirme. Quizá no parezca que estaba en una situación desesperante, pero tenía los nervios destruidos, y no dejaba de ver un espíritu o un no-muerto en cada rincón, en cada tapa de ataúd.
Pasé el resto de la noche balanceándome en un rincón mientras tarareaba una y otra y otra vez el estribillo de alguna canción de moda. Me levanté como un rayo para asomarme a la rendija ni bien vi el primer indicio de luz alba: debían de ser como las seis o seis y media de la mañana, más o menos.
Por primera vez desde que desperté, esbocé una pequeña sonrisa, aunque haya sido una sonrisa nerviosa en un rostro destruido. Volví a mi asiento esquizofrénico de rincón y seguí ahí, ya no balanceándome pero si tarareando, cuando sentí una pequeña picazón en el cuello. Llevé mi mano lentamente hacia atrás, pasándola primero por el hombro, recorriendo lentamente el cuello de la camisa.
Llegué hasta la base del cuello, y me quedé helado. Si mi tacto no me engañaba, me faltaba un pedazo de carne en la nuca. Podía sentir trozos de mi piel colgando y la carne fría. Retiré la mano cuando toqué el hueso de la columna vertebral.
Realmente iba a enloquecer. No sólo estaba encerrado, sino que también estaba gravemente herido, quién sabe cuánto. Lo peor de todo es que realmente no me dolía… ¿El cuerpo me estaba protegiendo del shock? ¿Estaba agonizando?
Temblaba. No sólo le temía a los espíritus ancestrales que podían habitar una cripta sino también a mi estado de salud y a la gente que me había hecho eso. Necesitaba salir de ahí, necesitaba atención médica, necesitaba… necesitaba un descanso.
Ya entraba una cantidad de luz bastante respetable, luz solar, iluminando la pared que estaba diametralmente opuesta a la puerta. La luz que se filtraba iluminaba parte del nicho donde se hallaba el ataúd removido, el ataúd donde había despertado. Movido por la curiosidad, me acerqué al lugar, para ver en la pequeña placa de bronce quién había sido perturbado en su eterno descanso por mis agresores.
Un paso a la vez me acerqué, entornando los ojos.  Era extraño, pero con la presencia de un hilo de luz el lugar era más sombrío, más amenazador, en una burla al febo. Pasé por arriba de los restos del féretro y me acomodé como pude para poder ver la placa en donde estaba el nombre del ocupante del ataúd.
Si mi corazón hubiese estado bombeando sangre se hubiese detenido, porque la placa de bronce, en muda burla, ostentaba mi nombre.


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jueves, 16 de mayo de 2013

La ventana abierta


-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre “¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana…
La niña se estremeció… fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva… pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: “¿Dime, Bertie, por qué saltas?”
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.


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martes, 14 de mayo de 2013

Mala elección


El trabajo en la universidad San Marcos se había alargado más de lo previsto, obligando a Meylin a quedarse con sus compañeros más tiempo. Finalmente cuando terminaron el trabajo salieron de la universidad a las nueve de la noche, hora muy difícil para encontrar un autobús que los llevase a casa, más aún porque ese día era feriado.
Meylin era la única que vivía lejos y que debía encontrar un bus que la llevase si no a su casa, lo demasiado cerca para caminar hacia ella. Todos sus amigos ya se habían retirado por otros caminos, y a esa hora le daba la impresión de estar siendo observada.
La suerte junto con la paciencia de la joven estudiante se veían ahora empapadas por la frecuente lluvia que empezó a caer, mientras la joven seguía mirando hacia la pista con la esperanza de encontrar a un bus que la pudiese recoger.
Al pasar más de cuarenta minutos de espera, los ojos de Meylin se iluminaron por lo que parecía ser un bus que exactamente tomaba la ruta que llevaba a su casa. El bus de detuvo y Meylin rápidamente subió en él empapada, pero con mucho alivio de saber que llegaría a su casa después de una larga espera.
Meylin se mostró muy extrañada al ver que, al subir al bus, éste estaba completamente lleno. Cada uno de los asientos estaban ocupados, excepto uno que se hallaba justamente al final. Además de esto, un sujeto muy desaliñado se encontraba parado al frente de todos.
Meylin caminó con cautela hacia el último asiento y se sentó al costado de un hombre de edad. De ahí en adelante sólo se preocupó por mirar a la ventana y descansar sus pensamientos. El cansancio hizo que no se preocupara por escuchar lo que el sujeto decía, sólo le preocupaba llegar a su casa y no coger un resfriado por esperar bajo la lluvia al bus.
El sujeto de pie entonces tomó asiento mientras que la persona que se sentaba a su lado se paró en el mismo lugar. A Meylin ahora sí le pareció extraño; otro sujeto se había parado al frente de todos, y expuso, con voz relajada:
—Pues buenas noches supongo… eh… sería cortarle primero los dedos de ambas manos, e ir terminando por los del los pies —dijo el sujeto que se movía de un lado a otro algo vacilante—. Y pues, eso es todo, gracias.
Luego regresó a su asiento mientras que otra persona se levantaba y ocupaba el mismo lugar, al frente.
—Buenas noches, mi nombre de Estefania. He pensado en clavar unas cuantas agujas —dijo la señora ahora de pie, mostrando una bolsa con largas agujas— para prolongar el sufrimiento y la tensión en su cuerpo. Gracias.
Todos los pasajeros miraban al frente, como testigos de algún caso. La señora se sentó y tomó su lugar el sujeto que se encontraba a su costado. Meylin empezó a sentir mucho miedo, cada uno de los pasajeros se paraban al frente para confesar alguna clase de bajeza frente a los demas; ¿qué era este lugar? ¿Quiénes eran esas personas? Meylin, por suerte, se sentaba al final; pero sabía que eventualmente debería pararse al frente y exponer como los demás lo hacía… la duda de la joven era ¿qué si no tenía nada que confesar? ¿Qué pasaría entonces?
—…por eso al final le rompería las piernas con este martillo —dijo el joven ahora de pie, sacando de su mochila un martillo oxidado y levantándolo para que los demás lo vieran—. Eso sería todo, gracias.
Sólo faltaban cinco pasajeros más, y le tocaría a Meylin salir al frente; ¿pero qué iba a decir? ¿Acaso se tenía que inventar algún gusto grotesco para poder subirse al bus? En ese momento comprendió que el bus en que se había subido no era exactamente un bus que cobraba alguna clase de pasaje para llevarte a tu destino, sino que lo hacía gratis, pero a cierta clase de personas, con cierta clase de intenciones.
—Buenas noches, mi nombre es Julian, tengo 38 años y como muchos de ustedes me encanta el sexo forzado. Lo primero que haría sería tocar su cuerpo para excitar a mi víctima y después clavarle mis dedos en los ojos hasta que salgan disparados por la presión. Ya después besaría los orificios en donde alguna vez estuvieron esos dos hermosos ojos. Muchas gracias y buenas noches.
El hombre, después de delatar sus intenciones, se sentó de lo más tranquilo en su asiento, mientras que los otros pasajeros parecían acostumbrados a tales declaraciones. Sólo faltaban cuatro personas y sería el turno de Meylin.
La joven universitaria estaba totalmente asustada por lo que sus oídos escuchaban. Intentaba ocultar su miedo para intentar encajar con los demás, y asimismo intentó idear alguna perversión que tuviera oculta. Entonces pensó en una noticia reciente sobre un extraño sujeto que comía trozos de carne de sus víctimas mientras las violaba; era algo totalmente repudiante para ella, pero si tenía que decirlo de forma convincente para llegar a su casa sana y salva, lo haría.
Después de que el sujeto que se sentaba al costado de Meylin expresara el deseo de arrancarle el cabello a sus víctimas de un tirón con sus propias manos, Meylin respiró hondo y se preparó para pasar al frente.
Pero en el momento en que el hombre volvió a sentarse a su lado, algo sumamente extraño sucedió: todos los pasajeros voltearon sus cabezas para mirarla. Fue algo muy perturbador para Meylin por la sencilla razón de que ninguno había mostrado señales de movimiento durante toda la estancia de la joven en aquel curioso bus. Aun así, tragó saliva, y se paró para ponerse al frente de todos los pasajeros del bus, quienes ahora la miraban con grandes sonrisas, todas con un tono de perversión grabado en ellas, como si después de tanto tiempo pudieran cumplir sus fantasías.
Meylin no demoró más en darse cuenta de la situación, e intentó romper la ventana que tenía más cerca de ella para lograr escapar; pero ya era tarde, los pasajeros se habían abalanzado sobre ella y cada uno la reclamaban para poder saciar esas bajas pasiones y esas filias que guardaban en su interior.
Meylin empezó a sentir fuertes golpes de martillos en ambas rodillas, agujas que se le clavaban por todo el cuerpo, mordiscos y toda clase de torturas que los pasajeros desplegaban contra la pobre joven.
Definitivamente, tomar un bus lleno a altas horas de la noche fue una muy mala elección.


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domingo, 5 de mayo de 2013

Por favor, abre la puerta


Han pasado tres años desde aquella noche.
Yo no debí haber estado ahí, ellos lo sabían. Ese día salí muy temprano a la casa de un amigo, aún lo recuerdo muy bien, sus padres no estarían y tenía un nuevo videojuego de terror; pasaríamos toda la noche jugando.
Ellos lo sabían, yo no debí haber estado ahí esa noche, mi amigo debió estar solo. Ellos lo habían observado por días como hacen siempre y sabían que esa noche estaría solo. Desde el momento en que lo eligieron, no había marcha atrás.
Pero, tal vez quieras saber quiénes son ellos. Bueno, la verdad… no estoy seguro aún, sigo sin asimilar lo que pasó aquella noche; pero te contaré lo que sé sobre ellos, para que tengas cuidado.
Ellos se encuentran en todas partes, en ningún lugar estás exento de ser su víctima. Eligen a una persona, no sé bien cómo lo hacen o en qué características se basan, pero una vez que te eligen no cambian de opinión; te vigilan, te estudian y estudian a todas las personas que conoces. Día tras día te observan cuidadosamente sin que tú te percates de su presencia.
Y esperan la noche en que su víctima estará sola, es en ese momento cuando empieza todo.
Aquel día llegué alrededor de las 8:00 p.m. a su casa, sus padres habían salido desde temprano y él había preparado todo lo necesario para pasar jugando toda esa noche. Al día siguiente no habría clases, así que yo regresaría a mi casa por la mañana. Pasamos un buen rato jugando, el tiempo pasó tan pronto que cuando nos dimos cuenta ya era la una de la madrugada. Nos habíamos llevado algunos sustos con el juego, así que comenzamos a hacer bromas con la situación; ahí fue cuando todo se comenzó a poner raro. Comenzamos a escuchar ruidos extraños fuera de la habitación, que al principio pensábamos que no eran nada importante, e hicimos algunas bromas en relación a lo que jugábamos. “Deben ser los zombis que vienen por nosotros”, nosotros sólo reíamos. Pero nos comenzamos a poner tensos cuando el sonido comenzó a escucharse más claro: eran pisadas, se escuchaban pisadas por todo el pasillo fuera de la habitación.
—¿Crees que tus padres hayan regresado? —le pregunté, a lo que él respondió que sus padres regresarían hasta el día siguiente, por la tarde. Además, el número de pasos que se escuchaban eran demasiados como para ser sólo sus padres. De pronto, después de oír todos esos pasos acercándose cada vez más a la puerta, hubo un profundo silencio.
—¿Hay alguien afuera?… ¿Quién está ahí? —comenzamos a preguntar nerviosismo, estábamos seguros de que había alguien afuera; pero esos sonidos, ¿quién podría ser? En la habitación en la que estábamos había una computadora que mi amigo había encendido desde que comenzamos a jugar, era una costumbre suya. Se escuchó un sonido que provenía de ella, un sonido familiar, pero que con el nerviosismo que teníamos en ese momento nos provocó una reacción de sobresalto a ambos. Era sólo un correo electrónico que le había llegado, pues también había dejado la ventana de su correo abierta. Ver esto nos provocó algo de sosiego y hasta reímos un poco; sin embargo la tensión llegó a nosotros nuevamente al notar algo raro en el correo: la dirección de quien lo enviaba era irreconocible, una combinación aleatoria de números y letras, como “vg3fs7c9s4fg…”. Dudamos un poco abrirlo, pero él decidió hacerlo. Quedamos completamente paralizados al leer lo que decía el correo.
“Pase lo que pase, no abras la puerta”.
Con tan sólo leer esas palabras una sensación completamente rara invadió mi corazón, en ese momento en verdad sentía pánico, pero el mensaje decía más.
“Ellos están afuera. Por favor, hagas lo que hagas, escuches lo que escuches, no abras la puerta. Intentarán convencerte de que lo hagas, tienen mucho métodos; pueden fingir ser alguien que conoces, un familiar, un amigo, y sus voces sonarán iguales, tal vez te pidan ayuda, te dirán que están lastimados, te suplicarán que abras la puerta. Pero escuches lo que escuches esta noche, no abras. Trata de ignorarlo, trata de dormir, mañana todo estará bien. Ellos jugarán con tu mente; no lo permitas. Por favor, créeme, ¡¡no abras la puerta!!”.
Cuando terminamos de leer yo no sabía qué pensar. Tal vez era una broma tonta de alguien, tal vez incluso era mi amigo quien me jugaba una broma… pero él tenia esa expresión, estaba tan asustado como yo, lo pude sentir. Además, yo vi que él cerró la puerta de la entrada principal, ¿quién pudo entrar? Estaba seguro de que había alguien ahí afuera tras la puerta. De pronto, el momento más aterrador que nos pudimos esperar; en ese instante un escalofrió recorrió todo mi cuerpo y me dejó paralizado. Una voz se escuchó, provenía de atrás de la puerta, mi amigo estaba seguro y yo lo puedo corroborar: la voz era la de la madre de mi amigo.
—Hijo, por favor ábreme, tu padre y yo tuvimos un accidente en el auto, estamos muy lastimados… por favor, abre, ayúdanos. —Al escuchar esto mi amigo sólo retrocedió un paso. Aún puedo recordar esa expresión en su rostro, estaba en shock, y yo estaba igual en ese momento, estoy seguro de que ninguno de los dos lo creíamos, ni sabíamos qué hacer.
—Hijo por favor, abre, ¿qué esperas? Necesitamos tu ayuda. —Sin lugar a duda ésa era la voz de su padre. Eran las voces moribundas de sus padres tras la puerta, clamando por ayuda. Mi amigo y yo permanecimos sin reacción por algunos segundos, después él volteó lentamente, y me dijo:
—Esos realmente son mis padres, necesitan ayuda, abriré la puerta. —Se propuso a dirigirse a la puerta, pero yo lo detuve.
—Recuerda el correo, lo que nos dijo que pasaría, ¿no se te hace extraño?, ¿qué tal si es verdad y ellos no son tus padres? —Él lo único que hizo fue hacer que lo soltara. “No digas tonterías”, me dijo. “Tú los escuchaste, ésas eran las voces de mis padres. El correo debe de ser una estúpida coincidencia”. Se dirigió a la puerta sin que pudiera hacer nada.
La verdad, no sé que me hizo hacerlo, pudo ser el miedo que me invadía, pero al verlo dirigirse a la puerta, lo único que pensé fue correr hacia un armario en donde mi amigo guardaba algunas de sus cosas y esconderme ahí. No sabía lo que pasaría, pero en verdad tenía miedo.
Lo que escuché a continuación aún no lo olvido, y hasta el día de hoy tengo pesadillas con ello. Él abrió la puerta, y después sólo pude escuchar sus gritos. Eran unos gritos desgarrantes, llenos de dolor y terror; yo no pude hacer nada más que permanecer inmóvil, hasta que después de un rato me quedé dormido.
Al despertar por la mañana, me extrañó ver el lugar en que me encontraba, y luego lo recordé todo. Salí del armario y en la habitación no había nadie. Noté de inmediato que ya era de día y que la puerta estaba abierta, así que decidí salir. Busqué por toda la casa esperando encontrarlo y que me dijera que todo había sido una broma, pero nada, mi amigo no estaba. En la tarde llegaron sus padres y les conté lo sucedido, llamaron a la policía y lo buscaron por días, pero él nunca apareció. El correo que le había llegado esa noche también desapareció, y para ser honesto creo que nadie creyó nada de lo que les había contado.
Aunque, no importa que nadie me creyera, yo sé lo que pasó esa noche y sé que ellos estaban ahí afuera. También sé que no debí haber estado ahí, que no debería saber que ellos existen.
Aún no sé por qué lo hacen, creo que sólo tratan de divertirse con las personas, con su pánico… alguna especie de juego. Cada día lo analizo y trato de aprender más de ellos, sé que sólo llegan en la noche y que pueden imitar cualquier voz, que si no abres la puerta ellos se irán, y también creo que siempre recibirás ese extraño mensaje de advertencia, debe ser parte de su macabro juego.
No debí estar ahí ese día, y no debería saber que ellos existen. Sé que algún día ellos regresaran por mí, pero pase lo que pase, no abriré la puerta.



martes, 30 de abril de 2013

No Pierdas la Colección.


Es verdad eso de que el internet no debe tomarse a broma, y Silvia lo sabe muy bien, pero empezaré desde el principio.
El padre de Silvia murió unas semanas antes de que ella cumpliera los dieciséis años. Lo más reciente que quedaba de él era un móvil, que le había comprado a ella antes de morir, que iba a ser su regalo de cumpleaños.
Silvia era una chica muy inteligente, con una larga melena de color negro y unos ojos marrones muy claros y preciosos. Un día ella estaba navegando por internet con su móvil nuevo y se le ocurrió revisar el historial del navegador, así porque sí. Fue pasando días con sus respectivos registros hasta que llegó a casi un mes antes de su cumpleaños, cosa que le extrañó porque no esperaba que alguien hubiera usado su móvil antes que ella.
En ese día encontró un enlace web muy extraño con muchas letras y números que parecían escritos aleatoriamente. La curiosidad la venció e hizo clic en el enlace. Al darle, apareció un aviso que decía: «¿Estás seguro de que quieres entrar?», pero Silvia no se lo pensó dos veces y le dio en aceptar.
Todo parecía normal y corriente, aunque el diseño de la web era un poco soso. Silvia empezó a leer la página:
«Lo primero que digo es que no pienso cargar con ninguna responsabilidad, tus actos son cosa tuya. A diferencia del juego, las reglas son muy simples: vas a tener que utilizar toda tu habilidad y don de búsqueda para encontrar tantas fichas como años tengas (el juego sabrá cuántas tienes que encontrar). Lo complicado viene ahora: entre ficha y ficha tu móvil irá perdiendo la conexión a internet».
Al final del texto, más grande y en negrita, ponía: «No te quedes sin conexión».
Más abajo había un enlace para empezar a jugar.
Silvia sonrió divertida por lo serias que parecían aquellas palabras y le dio al enlace para divertirse un rato. Al darle, la pantalla de su móvil se puso blanca y proyectó una luz tan intensa que Silvia tuvo que cerrar los ojos. Al abrirlos, se encontró con que ya no estaba en la cama de su habitación, sino en una cama de hierro con sábanas viejas. Delante y detrás de ella había dos paredes bastante deterioradas. A su izquierda había varios barrotes que separaban la habitación de un oscuro pasillo. Finalmente, a su derecha, había un enorme agujero en la pared lo suficientemente grande como para pasar por él.
Silvia se quedó helada al comprobar que aquello no era un sueño, que esa situación era real, que el juego era real.
A los pocos segundos se recuperó y recordó las reglas del juego. Miró la pantalla de su móvil y vio cuatro barras verdes sobre un fondo blanco ocupándola entera. Tenía que darse prisa si quería salir de allí.
Atravesó el agujero de la pared y miró a ambos lados. Se encontraba en un pasillo que daba a varias habitaciones similares entre ellas. Silvia echó a correr por el pasillo, doblando esquinas y encontrando más habitaciones. Estuvo así unos cinco minutos y volvió a mirar la pantalla de su móvil y comprobó horrorizada que sólo quedaban dos barras llenas. No pudo aguantar la presión y lo único que se le ocurrió fue sentarse en el suelo, enterrar la cara entre sus brazos y echarse a llorar.
Pasaron otros cinco minutos y Silvia miró la pantalla de su móvil a tiempo para ver cómo se agotaba la última barra. En ese momento se escuchó un ruido al final del pasillo, un ruido como de cadenas, un ruido que se iba acercando. Ella cerró los ojos con fuerza y cuando tenía el ruido al lado los abrió para ver justo enfrente de ella unos ojos que reflejaban una locura desgarradorra con sólo imaginarla, pero que le resultaron familiares.
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Dos meses después.
Pablo iba caminando por un largo pasillo que daba a varias habitaciones similares entre ellas. Su cara estaba surcada por gruesas lágrimas y sólo podía pensar en su familia. En su hermana muerta hace dos meses y su padre hace tres. En su madre a la que quería abrazar. En sus amigos, con los que quería jugar.
De repente se escuchó un ruido al final del pasillo, un ruido que se fue acercando. Pablo miró la pantalla de su móvil y vio que ya no quedaban barras. Al mirar de nuevo al pasillo, vio a una criatura acercarse, una criatura horripilante, con la espalda encorvada, las manos esqueléticas, la cara ensangrentada, una sucia y grasienta melena negra y unos ojos que daban a entender que antes habían sido marrones, muy claros y preciosos.


miércoles, 24 de abril de 2013

Sangre Nieves: la verdadera historia de Blanca Nieves?


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Liliana esperaba con ansias la llegada de su primogénita, esa criatura que tanto habían soñado ella y su esposo, Lord Frederick. Tan segura estaba de que sería una niña, que todas las noches imaginaba su apariencia hermosa con piel blanca como la nieve, cabellos tan negros como una noche sin luna ni estrellas y labios rojos, tan rojos como la sangre fresca…
De pronto empezó a sentir un dolor muy agudo en el vientre e instintivamente llevó sus manos a él, mientras se doblaba del dolor y veía cómo el inmaculado vestido que llevaba puesto empezaba a teñirse de rojo hasta los pies, haciéndola gritar por ayuda.
Fueron horas de labor y dolor el dar a luz a esa criatura hermosa, tanto así que la salud de Liliana empezó a decaer, día a día, y ella dejó de ser la misma.
Los siguientes meses transcurrieron dentro de un ambiente de calma y alegría, mezclado con incertidumbre para Lord Frederick, ya que su felicidad no podía ser completa si tenía que ver cómo la belleza y juventud de su amada esposa se consumían rápidamente con el pasar de los días; en cambio, su hija crecía, y empezaba a dar sus primeros pasos.
Liliana murió al cabo de un año, dejando huérfana a su pequeña Lilly, y a Lord Frederick con un dolor profundo.
A los ocho años Lilly se había convertido en una niña hermosa, pero malcriada, y podría decirse que hasta malvada: gozaba maltratando a las hijas de los sirvientes, atrapaba ratones para luego ahogarlos en un balde con agua y cazaba aves pequeñas para arrancarles las alas, mientras su mirada se tornaba en algo grotesco…
Un día Lord Frederick la mandó a llamar para anunciarle que tendría que salir de viaje, puesto que iría a conocer a quien sería su nueva esposa. Esto a Lilly no la complació en lo absoluto y sólo respondió  con una mueca, echando a correr. Su comportamiento seguía empeorando, permanecía horas encerrada en la habitación de su madre cepillando su cabello frente a un gran espejo, con la mirada perdida en el vacío de su reflejo.
Pasó un tiempo antes de que Lord Frederick regresara a su castillo. Al parar el carruaje en el que venía, bajó y se quedó parado con la mano extendida a la puerta del vehículo tomando la mano de una hermosa mujer. Detrás de ella, un hombre apocado y aparentemente con retraso mental cargaba una caja de madera. Lord Frederick buscó a Lilly entre el mar de gente que llagaba a recibirlos; una de las sirvientas la traía de la mano, la pequeña llegó con la mirada baja y una de sus manos cerrada en un puño.
Lord Frederick la llamó pero ella no respondió, haciendo que quisiera darle una reprimenda, pero la hermosa mujer a la que aún sostenía de la mano lo contuvo suavemente, al mismo tiempo que se inclinaba para saludar a la pequeña. Lilly la observó desafiante, pero la mujer no dejó de sonreír y preguntó a la niña si podía mostrarle su mano. La mirada de Lilly se tornó maliciosa, y abrió su puño para dejar ver el cuerpo de un ratón desollado y sin ojos.
Sin perder la compostura, la bella dama le preguntó si no preferiría cambiarlo por lo que sostenía el hombre, hermano de Lady Claudia —así era como se llamaba la bella mujer—. Ésta tomó la caja en manos de su hermano y al abrirla apareció un cachorro. Se lo mostró a la niña; ella dejó caer el ratón, sacó al cachorro, se dio media vuelta y se alejó saltando y cantando dejando a Lady Claudia encubriendo el enojo que le provocó por haberla ignorado… Al día siguiente se celebraba la boda entre su padre y Lady Claudia, pero Lilly no salió de la habitación de su madre y lloró amargamente frente al espejo.
Horas después los recién casados se encontraban dormidos. Lady Claudia empezó a sentir cómo algo goteaba en su cara. Se enderezó en la cama, pasó su mano por el rostro… ¡sangre!, era sangre de lo que se mancharon sus dedos. Miró hacia arriba y el cachorro que le había regalado a Lilly prendía de la cabecera degollado; pero ella no gritó, sólo tomó lo que quedaba del animal y se dirigió a la habitación de la niña. Al entrar se sentó en la cama y despertó a la pequeña con un beso en la frente. Lilly abrió los ojos, y entonces le dijo en voz muy baja:
—Es mejor que no me tomes como a tu rival pequeña, porque puede que pierdas la guerra.
Con el pasar de los años Lilly se convirtió en una adolescente bella e inteligente, mucho más que su difunta madre, pero con una personalidad cruel y sanguinaria. Su madrastra esperaba a su primer hijo, y Lord Frederick organizaba una gran fiesta para celebrar el cumpleaños de su hermosa primogénita. Por esta razón, Lady Claudia ofreció a Lilly el vestido que ella usó cuando cumplió dieciséis como una muestra de tregua a su pequeña guerra. La joven aceptó el vestido y caminó hacia la habitación de su madre.
Esa noche, Lilly apareció en la fiesta ataviada con uno de los vestidos de su madre. Lady Claudia se enfureció mientras veía bailar a su hijastra, y su esposo estaba embelesado porque su hija le recordaba a Liliana. La mujer empezó a sentir contracciones, y horas después el bebe nació, muerto. Lord Frederick quedó devastado… pero no se comparaba al dolor de la madre fallida, quien gritaba a todos que la dejaran en paz y llamaba a voces a su hermano. Lilly contuvo una risa de victoria.
Tras haber perdido su belleza, Lady Claudia se encerró en sí misma, hasta que un día dejó la habitación para vagar por los pasillos del castillo, y al dar con la habitación de Liliana, sintió como si una voz la instigara a entrar. Lo hizo, y caminó hasta quedar frente a un espejo inmenso con bordes dorados. Hipnotizada, se sentó en el banco junto a él y miró fijamente su reflejo, ya no gozaba de juventud… Empezó a llorar, y gritar, que todo era culpa de esa mocosa. Intentó destruir el amado espejo de Liliana, pero su reflejo la detuvo, y hablando como si tuviera vida, y haciéndola sentir que perdía la razón, le prometió devolverle su juventud y belleza siempre y cuando estuviera dispuesta a hacerle unos pequeños favores…
Así fue como Lady Claudia había rejuvenecido ante la mirada llena de odio de Lilly. Cegada por su sentimiento de triunfo, envió a Lilly a un viaje con el pretexto de que necesitaba conocer el mundo. Pero le pidió a su hermano que la escoltara, y se asegurara de que sufriera un «accidente» en el camino. Mientras tanto, Lady Claudia se encargaría de vengarse de su amado esposo, quien siempre prefirió a Lilly por sobre ella.
La noticia de que Lilly y su hermano habían desaparecido sin dejar rastros no tardó en llegar. Aunque esto destrozó aún más a Lord Frederick, la evidente muerte de su hermano no significó nada para Lady Claudia, y siguió envenenando a su esposo y llenándolo de dolor, decidida a hacer de él un despojo humano. En cuestión de noches Lord Frederick había perdido completamente su espíritu y vagaba por el castillo llorando y buscando desesperado a Lilly, pero ella no contestaba su llamado.
Todo sería distinto una noche de invierno, cuando el ambiente en el castillo era más tétrico que de costumbre. Lady Claudia paseaba por la habitación que era de Liliana llevando en brazos un pequeño bulto, tarareando una y otra vez la misma canción. De repente, se escucharon gritos a la entrada del castillo; Lady Claudia posó el bulto en la cama para asomarse por la ventana. Uno de los guardias había sido degollado y destrozado mientras los demás huían despavoridos como si una jauría de lobos los atacara. Eran siete hombres corpulentos, aullando de placer, desgarrando a los guardias uno a uno ¡con sus propias manos y dientes! La sangre que brotaba de sus víctimas manchaba sus rostros y caía impúdica sobre la blanca nieve…
Lady Claudia se aterrorizó y quiso correr a asegurar las puertas de la habitación, pero ya era demasiado tarde, una figura se asomaba a la puerta sonriendo, tan maliciosamente como siempre. Era Lilly. Lady Claudia se preguntaba cómo es que había sobrevivido, la niña se limitada a sonreír. Uno de sus brazos escondía algo detrás de su espalda. Lady Claudia la miraba con horror y curiosidad; ¿qué era lo que ocultaba?
¡La cabeza de su hermano!, que había cercenado y mutilado, ahora sus ojos eran unas cuencas vacías y su boca abierta no era más que un agujero sin dientes ni lengua, sólo una masa de carne y sangre coagulada y mal oliente. Lady Claudia gritó e intentó huir, pero Lilly fue más rápida, lanzándole la cabeza de su hermano para hacerla tropezar y caer. Rió como una psicótica tomando a su madrastra por los cabellos para obligarla a ver la orgía de sangre que practicaban los siete hombres afuera. Cómo destrozaban los cuerpos de sus víctimas y mascaban la carne cruda que arrancaban con sus dientes… se escuchaba cómo crujía la carne entre sus mandíbulas.
Un leve llanto captó la atención de Lilly y llenó de pánico a Lady Claudia. Soltó a su presa azotándola contra la pared para dirigirse a la cama y destapar el pequeño bulto que tanto atesoraba. Con una sonrisa retorcida, lo recogió, y caminó al espejo extendiendo los brazos y mirándolo con recelo…
—Espejo, espejo sobre la pared. Veo que te has divertido en mi ausencia —dijo con reproche hacia su reflejo, pero poco duró su trance ya que un dolor agudo y punzante atravesó su espalda. Lady Claudia la había apuñalado justo en el centro del corazón, pero Lilly sonrió y giró su cuerpo, mirando fijamente a la mujer, burlándose del acto desesperado por deshacerse de ella.
El reflejo de Lilly ardió en llamas azules y empezó a cambiar frente a una atónita Lady Claudia. La forma que tomó fue la de un demonio de piel pálida, como la blanca nieve, de ojos negros, profundos, como la noche, una sonrisa retorcida y tan roja como la sangre fresca…

Tiempo después se celebraba en el castillo la boda de Lilly y un noble de tierras vecinas. El padre de Lilly se había desvanecido, así como Lady Claudia, y todo empezaba a prosperar de nuevo en el castillo. Lilly esperaba la llegada de su primer hijo y se le veía caminar feliz por los pasillos con algo entre sus manos, hasta que se detuvo en la que alguna vez fue la recámara de su madre, sellada años atrás.
Quitó el seguro de las puertas y caminó hacia el espejo, diciendo:
—Espejo, espejo sobre la pared, no te podrás quejar, ya tienes compañía, y pronto tendrás un heredero más que te alimentará.
Dijo esto mirando directamente hacia el espejo, mostrando al demonio sonriendo complacido y, al fondo del reflejo, a los siete hombres torturando a Lady Claudia y a Lord Frederick.
Lilly arrojó lo que tenía entre las manos hacia un rincón de la habitación y una pequeña criatura salió de entre las sombras para devorar el cuerpo de un ratón, ante la sonrisa malévola de la futura madre…


FUENTE.
http://creepypastas.com

domingo, 21 de abril de 2013

No le preguntes a Jack


NADIE sabía de dónde había salido aquel juguete, ni quién sería el bisabuelo o tía lejana que había jugado con él por primera vez, antes de pasar a formar parte del paisaje del cuarto de juegos.
Era una caja de madera, tallada con adornos dorados y rojos. Sin duda, era muy bonita, o eso decían los mayores, y bastante valiosa —incluso podría considerarse una pieza de anticuario—. Por desgracia, la cerradura estaba oxidada y atascada, y la llave se había perdido hacía tiempo, de modo que Jack, el bufón, había quedado atrapado dentro. Aun así, la caja sorpresa llamaba la atención, con sus vistosos adornos tallados en rojo y oro.
Los niños no solían jugar con ella. Estaba guardada en el fondo del inmenso baúl de madera donde se guardaban los juguetes, que era tan grande y antiguo como un cofre pirata —o al menos eso pensaban los pequeños—. La caja de sorpresa estaba enterrada bajo un montón de muñecas, trenes, payasos, estrellas de papel, viejos juegos de magia y mutiladas marionetas cuyos hilos eran ya imposibles de desenredar, disfraces (un harapiento vestido de novia del tiempo de Maricastaña por aquí, un raído sombrero de copa por allá), bisutería de juguete, aros rotos, peonzas y caballitos de cartón. Debajo de todos aquellos viejos juguetes estaba la caja de Jack.
Los niños no solían jugar con ella. Murmuraban entre ellos, a solas, en el cuarto de juegos situado en el ático. En los días grises, cuando el viento aullaba en torno a la casa y la lluvia repiqueteaba sobre el tejado de pizarra y se deslizaba por los aleros, se contaban unos a otros historias sobre Jack, aunque en realidad no lo habían visto nunca. Uno afirmaba que Jack era un malvado brujo y que había sido encerrado en aquella caja como castigo por sus espantosos crímenes; otro (con seguridad, una de las niñas) aseguraba que la caja en la que estaba encerrado Jack era la Caja de Pandora y que la habían colocado allí para vigilar, para evitar que todos los males que contenía volvieran a salir de ella. Preferían no tocar siquiera la caja, si podían evitarlo, aunque si algún adulto reparaba en la ausencia de la vieja caja sorpresa —y de vez en cuando sucedía—, y la sacaba del baúl para colocarla en la repisa de la chimenea, los niños se armaban de valor, la cogían y volvían a depositarla en el fondo del baúl.
Los niños no solían jugar con la caja sorpresa. Y cuando se hicieron mayores y abandonaron la vieja casa, el cuarto de juegos quedó cerrado y prácticamente olvidado.
Prácticamente, pero no del todo. Pues todos los niños, cada uno por separado, tenían recuerdos de haber subido alguna vez al cuarto de juego a mitad de la noche, a la luz de la luna llena, con los pies descalzos. Era casi como andar sonámbulo, subiendo sigilosamente por las escaleras y avanzando por la raída alfombra del cuarto de juegos. Recordaban cómo habían abierto el baúl, rebuscando por entre las muñecas y los disfraces para, finalmente, sacar la caja sorpresa.
Entonces, el niño tocaba la cerradura, la tapa se abría lentamente y la música comenzaba a sonar, con Jack saliendo de su caja. No saltaba o se balanceaba, como suele pasar con los muñecos de las cajas sorpresa. Salía de la caja despacio y se quedaba mirando fijamente al niño, haciéndole señas para que se acercara un poco más y, entonces, y solo entonces, sonreía.
Y allí, a la luz de la luna, le contaba al niño cosas que después era incapaz de recordar con claridad, pero que tampoco conseguía olvidar del todo.
El mayor de los niños murió en la Primera Guerra Mundial. El más joven heredó la casa cuando fallecieron sus padres, aunque lo desposeyeron de ella tras sorprenderle en el sótano con un bidón de queroseno, trapos y cerillas, dispuesto a prenderle fuego. Se lo llevaron a un manicomio y es posible que aún siga allí encerrado.
Las niñas, convertidas ya en mujeres, no quisieron regresar a la casa en la que se habían criado; clavaron tablas de madera en las ventanas, cerraron todas las puertas con una inmensa llave de hierro. Las hermanas terminaron visitándola con la misma frecuencia con la que visitaban la tumba de su hermano mayor, o al pobre desgraciado que una vez fuera su hermano pequeño; es decir, nunca.
Han pasado ya muchos años y aquellas niñas son ya mujeres ancianas. Búhos y murciélagos se han adueñado del antiguo cuarto de juegos, las ratas han anidado entre los viejos juguetes que quedaron allí olvidados. Las alimañas miran sin ver los desvaídos dibujos del empapelado, y ensucian la harapienta alfombra con sus excrementos.
Y en la caja que descansa en el fondo del baúl, Jack con todos sus secretos, espera y sonríe. Espera a los niños.
Y esperará todo el tiempo que sea necesario.